El cine, toda una institución en el sentido jurídico-ideológico, una industria, una producción significante y estética, un conjunto de prácticas de consumo, una especificidad ilusoria. La psiquiatría, una rama de la medicina que estudia las enfermedades mentales, una disciplina sometida a un cambio constante con su consecuente evolución. Tan distantes en cuanto a sus fines o propósitos,el cine y la psiquiatría, sin embargo, han estado estrechamente relacionados desde sus comienzos hasta nuestros días.
La locura, un mundo fascinante por el formidable y suculento caudal temático que contiene, ha sido abordada por el cine de diversas formas y desde todos los géneros, suscitando un gran interés en el público. Y es precisamente dentro de esa pluralidad de la mirada del cine a la demencia, que se ha ido generando un cierto malestar a su alrededor, basado en la irracionalidad, la ficción, lo fantástico, estigmatizando así al paciente psiquiátrico, su entorno y a todo aquello que esté relacionado con la enfermedad mental.
El cine de manicomios, auténtico subgénero marginal heredero del drama penitenciario pero con categoría propia de universo maldito, ya que si bien el manicomio fue creado para encerrar la locura y preservar de sus riesgos a la comunidad, el cine le añade la dimensión morbosa del desvarío y en muchas oportunidades termina por dar cabida a la fantasía psycho-killer más exaltada. Sobre estos tópicos giran las escenas más llamativas, en donde aparecen lastimeros o peligrosos los locos, junto a la imagen denigrante de las bajezas de su condición humana. Al mismo tiempo, sus cuidadores y los médicos como responsables de la ciencia psiquiátrica, tampoco salen bien parados, ya que ocupan el lugar represivo y cruel de quienes asumen una función de custodia carcelaria antes que una tarea asistencial y terapéutica.
Por ejemplo, “Atrapado sin Salida” de Milos Forman, un film centrado en la salud mental y en la locura, denuncia el horror y la violencia intramuros desde una perspectiva crítica. El papel de la enfermera psiquiátrica, institucionalizada, es de una acritud y desapego total, y da a entender al espectador que en el cuidado del paciente psiquiátrico lo que menos importancia tiene es el trato relacional entre profesionales y pacientes y lo que impera es el cumplimiento de la normativa para conseguir el fin estabilizador de la patología, no la curación. Sin duda, el éxito de la novela contracultural de Ken Kesey en la que se basó la película y la elección del versátil Jack Nicholson para el papel del interno protagonista, fueron decisivos para explicar el éxito de taquilla y los galardones obtenidos. La identificación del público con este héroe, a fin de cuentas un simulador de perfil psicopático, ex-combatiente en Corea, inadaptado en su retorno a la sociedad y que encuentra en la subversión del régimen asilar la causa de su vida por la redención de los dementes, es total. El carismático McMurphy contra la supervisora Ratched en un extraordinario tour de force: la locura como fuerza liberadora contra la represión de la razón y el orden custodial, que deberá prevalecer a toda costa, incluso con la aniquilación final del disidente. Sin embargo, este maniqueísmo absoluto que presenta a los pacientes como héroes y a los profesionales de la salud mental como villanos es, sin duda, uno de los grandes reproches que puede hacérsele al film.
Es muy frecuente ver que los protagonistas de películas ambientadas en el manicomio acaben mal sus experiencias transgresoras, como si fuera el precio obligado a pagar por la osadía de haber profanado el santuario reservado a los desvaríos, donde no son bien recibidos intrusos ni impostores.
El horror que habrían de reflejar películas como la francesa “La cabeza contra la pared” de Georges Franju y la célebre “Corredor sin retorno” de Sam Fuller, ambas con imágenes inolvidables, denuncia este submundo marginal y desconocido, que suele provocar miedo y rechazo, cuando no compasión por quienes arrastran un suplicio de por vida. Al final del film de Fuller se lee una cita de Eurípides, cargada de crueldad premonitoria, que resume todos los prejuicios: «A quien los dioses quieren castigar, primero lo vuelven loco».
Sean Connery encarnó a un excéntrico poeta en “Un loco maravilloso” de Irving Kershner, arquetipo de individuo adorable, genial e incomprendido, cuya conducta y relaciones excedían con mucho los límites de la sociedad conservadora, que no dudó en someterle a los rígidos métodos de contención de la maquinaria manicomial, hasta llegar a la lobotomía, lo cual señaló el expeditivo “final” de sus excesos.
Un hecho semejante se revisa en la cinta protagonizada por Jessica Lange, “Frances”, de Graeme Clifford, recreación de la vida de la actriz Frances Farmer, quien pagó cara su rebeldía al star system impuesto por Hollywood a través de una inhumana experiencia de reclusión asilar, narrada aquí sin evitar los detalles más crudos, hasta la intervención de la neurocirugía que marcó bruscamente su “normalización” definitiva.
Betty Blue, 37°2 le matin, de Jean Jacques Beineix, es un maravilloso film en donde dos seres desequilibrados, lujuriosos, inconformes, transitan por tonos de color pastel y música de carruseles, dos voluntades poéticas, creativas y azarosas en las que confluyen las ansias existenciales de una vida mejor con la voluntad de no dejarse avasallar por el día a día, la pasión como conjuro del tedio diario, pero también como mecanismo de búsqueda, no solo del placer sino del amor. Zorg, un prosaico sobreviviente de las playas francesas esconde un genio literario (bueno o malo, no viene al caso) y escapa de su rutina garabateando una novela en cuadernos. Betty, una camarera sin ninguna formación académica canaliza y sublima esta faceta de su amado.
Dicen que para amar hay que admirar, este es el caso de Betty. Admira a Zorg desea que el mundo conozca sus creaciones, pero, sobre todo, a que él se salga de su mundo “barato” y se proyecte como escritor. Betty se da completamente a su amor y a su creación, queriendo ella a su vez crear, componer un mundo a través de la esquiva maternidad. Como vemos, existen en el film, dos creativos huyendo de su soledad, jalonando su desequilibrio por dos bridas diferentes y en ritmos distintos: el intenso y agresivo de Betty y el pasivo y resignado de Zorg.
Por último, en “El Silencio de los Inocentes” de Jonathan Demme, la personalidad vesánica y la habilidad calificada del especialista conocedor de los aspectos más recónditos de la enfermedad mental coinciden en una retorcidísima aleación de psiquiatra / psicópata, hasta crear un personaje aberrante capaz de elevar el canibalismo sofisticado a la categoría de las bellas artes. Y la consecuencia más inmediata en la cultura de masas es que, ahora, el loco y su terapeuta caminan por un mismo laberinto de prejuicios y estereotipos adversos, pero amistosamente cómplices.
En fin, como vemos, la locura ha sido una recurrente protagonista en la historia del cine. A la pantalla grande han sido llevadas múltiples psicopatías, sitios de encierro y formas curativas que van desde el tratamiento moral decimonónico, la psicoterapia, los psicofármacos y las terapias convulsivas. La psiquiatría y el cine han sido una dupla determinante en la sociedad occidental a la hora de poner en circulación imaginarios colectivos que sirvan como referentes para clasificar las conductas normales y anormales.